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miércoles, 15 de junio de 2016

El tratado de los maniquíes, Bruno Schulz

Mucha, una gran parte, de la obra de Bruno Schulz se ha perdido. En cajas que repartió entre sus conocidos fuera del gueto de Drohobycz donde pasó sus últimos días, había decenas de dibujos, esbozos hechos a lápiz, borradores, notas de futuros relatos; el original de El Mesías, el texto en que trabajaba por esos días y que, probablemente, ya se encontraba acabado. Fue asesinado por un ajuste personal de cuentas entre dos oficiales de las SS poco antes de que consiguiera escapar del gueto con ayuda de algunos amigos.

La obra y la propia figura de Bruno Schulz se han convertido en leyenda. Si hay quienes sostienen que la literatura es un puente para conocer mundos nuevos, la literatura de Schulz sería una ventana a la observación de nuestra propia realidad metamorfoseada y trastocada; por el ímpetu del desarrollo industrial, por la sociedad de consumo, por la velocidad, por la erotización y el deseo. Si Kafka metamorfosea a Gregor Samsa en escarabajo, Bruno Schulz involuciona a sus personajes en maniquíes o figuras de cera; hombres prisioneros, objetos que aún representando la vida, son lo menos vivo que se pueda imaginar. 

En El tratado de los maniquíes Schulz vuelve a incursionar en los temas centrales de su obra creativa; las reminiscencias de un pueblo (Drohobycz) antes y después de la llegada del progreso industrial; la derrota del padre como metáfora de la pérdida de lo tradicional; el triunfo del poder femenino como representación del progreso y la sociedad de consumo; y el maniquí como resultado de las fuerzas que transfiguran y pervierten el derrotero de los hombres.

Nos encontramos ante seis personajes; el padre, un portentoso transformador; Adela, la fuerza femenina, el poderoso polo opuesto del padre; Polda y Paulina, las jóvenes y frutales costureras que seducen al padre con la voluptuosa sensualidad de sus movimientos de cintura; los maniquíes, y el hijo, el hijo narrador que observa y traduce para nosotros esa realidad que transcurre en un ambiente entre fantástico y onírico. 

Con una prosa tornasolada y luminosa Bruno Schulz da origen a un escenario vívido y minucioso; luego de su última derrota en el episodio de los pájaros, el padre, vencido, se recluye en los vericuetos de una casa que es como un universo reducido. El universo, dominado ahora por el influjo femenino de Adela la poderosa sirvienta, deviene en la triste sombra del mundo de ilusiones y maravillas que alguna vez fue; las lámparas derruidas, las cortinas que pesan hacia el suelo, la luz que se niega a dar vida a los oscurecidos e inmóviles aposentos, la vida productiva que transcurre en el ir y venir de un grupo de dependientes que trabajan para sustentar sus vidas. Sólo el erotismo, la desenfadada sensualidad de las jóvenes costureras, consiguen sacar al padre de su reclusión voluntaria; 
"Aquel  encuentro  fortuito marcó  el inicio de una  serie de veladas durante las cuales,mi  padre, con su extraordinaria personalidad, logró  fascinar rápidamente a las dos jovencitas. Para corresponder a la conversación espiritual y galante con que llenaba el vacío de sus veladas, las muchachas consentían que aquel apasionado investigador estudiara  la estructura  de sus banales cuerpos. Aquello ocurría durante la conversación,  de manera tan elegante y solemne que despojaba de ambigüedad los momentos más comprometidos"
De magnífico transformador, el padre regresa de su reclusión metamorfoseado en inspirado heresiarca. 

En la obra de Schulz, el padre, la fuerza masculina, encuentra su reflejo en todo lo que sea tradición, en la solemne liturgia de los ritos, en el ritmo pausado del pueblo y de la infancia. A este lento devenir de las cosas se contrapone la fuerza femenina de la modernidad, marcada por la inmediatez y la erotización, la aparición del maniquí como metáfora del hombre prisionero.

Así, a través de acaloradas disertaciones nocturnas, el padre nos presenta su particular filosofía de un Segundo Génesis del que todos somos partícipes; la gracia de la creación, pregona el iluminado, no está reservada únicamente a Demiurgo, la materia, refulgente y maleable, espera siempre su adecuada transformación;
“No hay nada pecaminoso en limitar la vida a formas nuevas y diferentes.  La  destrucción  no  es  pecado. Muchas veces es una violencia necesaria respecto a las formas rebeldes y osificadas y que han perdido interés. En el campo de un experimento arriesgado y fascinante, quizá pudiese considerarse como una virtud.  He aquí, tal vez, el punto de partida de una novísima apología del sadismo."
Y sin embargo no pretendemos competir contra su poder, porque mientras él da forma al mundo a partir de las más nobles y exquisitas formas de la materia, nosotros, seres pequeños, dueños de la esfera cotidiana, lo hacemos a partir de la sobra y el retal, del trozo aparentemente inútil y el desecho. Somos demiurgos de la baja esfera, dioses de la pacotilla; porque no son las telas que pesan en las máquinas de coser, no son los grandes lienzos donde Polda y Paulina dibujan y recortan los complejos patrones de la ropa en donde se oculta la verdadera capacidad creativa de las dos jovencitas, es en los desechos multicolores que caen al suelo, en la sobra en la que ellas hunden sus delicados pies, en las hilachas que se pegan como gusanos a sus ropas. Es a partir de esas olas de basura que el viento mueve sobre el suelo con la que ellas podrían sumir a toda la ciudad en un exquisito vendaval de nieve tornasolada
"El  Demiurgo amaba  los  materiales  refinados, soberbios  y  complicados; nosotros damos  preferencia  a  la  pacotilla. Sencillamente  estamos seducidos, cautivados por la baratija, la fruslería y la pacotilla. ¿Comprendeis –preguntaba  mi  padre–  el  profundo sentido  de  esa  debilidad,  de  esa pasión por  los  trozos  de  papel  de colores, por el papier mâché, por lalaca, la estopa y el serrín?"
El padre nos insta a no dejarnos engañar, a volver a la posesión y el manejo de la cosa sencilla. Así las noches transcurren y la magia que brota de los labios del padre entra a los oídos a los ojos, a los brazos, a las piernas (como maniquíes), de su reducido auditorio. A ratos la lógica de su retórica casi convence a las costureras, casi se anida en el corazón del hijo que escucha y observa pero que no toma partido, que admira al padre pero que, en el fondo, se rinde ante el poder invencible de Adela. Las noches transcurren y el auditorio escucha y observa, como se escucha y se observa un espectáculo de feria, la oratoria magnética pero derrotada de aquel hombre fantástico. 

Al final, la fuerza femenina prevalecerá; basta el grito de hastío de una de las costureras, el movimiento provocativo de un pie de Adela o la fuerza de uno de sus dedos contra el pecho del padre, para que éste abandone la escena cabizbajo y derrotado, para que toda su capacidad creadora se enrolle sobre sí misma y se relegue, una vez más, en alguno de los cuartos de la casa. 

De lectura recomendada y necesaria, todas las obras de Bruno Schulz son de una extraordinaria riqueza creativa, similares a cuentos mágicos y macabros. En su obra  en sus relatos, novelas, ex libris y dibujos, se proyecta toda la tensión y la angustia que produce un mundo en constante y veloz transformación; el avasallador avance del progreso, la transformación de los roles, la pervertida metamorfosis de la creación y de todos quienes la habitamos.

¿Habéis oído, durante las noches, los terribles gritos de esos maniquíes de cera encerrados en barracas de feria, el lastimoso coro de esos fantoches de madera y porcelana que golpean con el puño las paredes de su cárcel?"



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