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miércoles, 20 de abril de 2016

Fragmento de "Eróstrato, incendiario" (1896), Marcel Schwob

Arde, arde, todo arde. Eróstrato grita su nombre en medio de las llamas, funde su huella con las cenizas del Artemision. 

Eróstrato; el más devoto, el más leal, el repudiado por la diosa. Eróstrato el incendiaro. 

No pretende huir, los guardias le cogen, no opone resistencia. Ha profanado el tesoro de Artemisa, sólo él conoce el gran secreto vedado a los filósofos; las palabras de Heráclito latirán en su memoria más allá de la muerte.

Ha alimentado el fuego con el manto sagrado. Los pilares del templo se funden con la cúpula de ébano. Las voraces lenguas rojas tampoco mostrarán respeto por la diosa.

"En efecto; al ser torturado confesó que había comprendido de repente el sentido de la palabra de Heráclito, el camino de lo alto, y porqué la filosofía había enseñado que el alma mejor es la más seca y la más inflamada. Atestiguó que su alma, en ese sentido, era la más perfecta y que él había querido proclamarlo. No reconoció ningún otro motivo a su acción como no fuera la pasión por la gloria y la alegría de oír proferir su nombre. Dijo que sólo su reino hubiera sido absoluto, puesto que no se le conocía ningún padre y que Herostratos hubiera sido coronado por Herostratos, que era hijo de su obra y que su obra era la esencia del mundo; que de ese modo habría sido al mismo tiempo rey, filósofo y dios, único entre los hombres."
La noche en que Eróstrato incendió el templo en Éfeso, vino al mundo Alejandro, rey de Macedonia.


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